Ninguna
frase tan letal como: “Vas a tener un hermanito”, fue lo que dijo la madre
acompañando las palabras con la sonrisa enigmática que utilizaba solo en
ocasiones especiales, que jamás resultaban como se espera. Fue hace mucho
tiempo es cierto y el tiempo, dicen, lo cura todo, excepto si las cosas se
ponen peor.
Pero el
desastre había comenzado sin que nadie lo anticipara con los primeros modelos
robóticos de aspecto humano. Se fabricaban en cantidad para funciones
elaboradas, como asistentes, tareas de precisión, cálculos y proyectos
complejos más allá del cerebro humano y finalmente para realizar los sueños de
las personas, el esposo, la mujer, el hijo ideal por primera vez al alcance de
la mano y realizados con tanta perfección que resultaban indistinguibles de las
personas. Un logro espectacular de tecnología, sin duda, pero también
acarrearon una multitud de sufrimientos. La reacción contra estos engendros,
como los llamaban los movimientos de protesta contra las personas artificiales,
fue brutal pero ya era tarde para detener la expansión a todos los estratos de
la sociedad. Ya no valía la pena traer humanos al mundo, los robots lo hacían
mucho mejor, con menos esfuerzo, más durables, de adaptación rápida y
modificaciones a gusto del cliente y finalmente muy sencillos de reemplazar por
un modelo nuevo. Los sótanos y desvanes se encontraban abarrotados de los
obsoletos. De manera simultánea comenzó también el internado. Un instituto
especializado para resolver el problema creciente de los inadaptados, aquellos
que no eran capaces de convivir con los robots de inteligencia artificial y
aspecto humano. Comenzó siendo de rehabilitación y terminó por ser, como todos
sabían, un lugar de aislamiento, un depósito
donde se enviaban a los hijos de carne y hueso cuando entraban en la
edad difícil, o a cualquier edad, cuando
ya no cumplían las expectativas o no eran amados y por falta de recursos
terminaban sus días en el internado. Galet escuchó con paciencia y espero que
la ronda diera toda la vuelta para hablar.
—Soy Galet,
humano de carne y hueso y no me averguenza.
—Hola
Galet—respondieron a coro los presentes—, nosotros también somos de carne y
hueso y tampoco nos avergonzamos.
—Sin
embargo aún la más sofisticada tecnología tiene un punto débil —dijo Galet como
respondiera a una vieja pregunta—. Cuando tenía doce años me encontraba atravesando
una etapa de crecimiento complicada. Los estallidos de independencia me
exponían al disgusto de mis padres, los cambios biológicos me quitaron la
gracia de la infancia para convertirme en un ser torpe y desaliñado. Para el
cumpleaños número trece, ya era mayor para la ley, el regalo fue un hermanito, el
Pinocho 2.0 especialmente diseñado para la familia. Improvisé un agradecimiento
mientras era embargado por el temor, el día del reemplazo había llegado y
aunque lo sabía no por eso el golpe fue menos devastador. Hice el esfuerzo de
convivir con el pinocho 2.0, pero a pesar de los buenos propósitos no pude
soportarlo, la ira que intentaba ocultar se me desbordaba hasta reventar en
estallidos incontrolables. La paciencia que demostró la familia para me hizo
sospechar si al menos uno de sus padres no había sido reemplazado por un robot
de aspecto humano, lo más probable es que fuera mi padre, no recordaba la
última vez que lo había escuchado hablar. Pero la expulsión llegó y supe que
todo había terminado cuando mi madre me llamó y en la dura y fría mirada de
ella, encontré escrita la sentencia inapelable. Mi hermano se había sentido mal
en los últimos días. Una simple avería, dijo el especialista en robótica, pero
cuando realizó la revisión de rutina desde
afuera de la habitación escuché el grito ahogado de mi madre, con el rostro
desencajado abrió la puerta del cuarto y me enfrentó—Galet le agregó énfasis al
relato imitando las voces y los gestos.
—¿Galet, qué
le hiciste a tu hermano?
—Nada
—protesté en vano.
—¿Le
contaste la historia de Pinocho?
—Él quería
conocer la historia del muñeco que se volvió humano, agregué con algo de sorna.
—Sabes que
tu hermano es muy sensible a los cuentos fantásticos y en especial a ese. Por
esa razón te advertimos que jamás le contaras el cuento de Pinocho.
—De algún
modo la paradoja que plantea el cuento los desajusta y dejan de funcionar—agregó
el especialista.
—¿Puede
arreglarlo? —rogó mi madre mientras continuaba cerrándome el paso en el intento
de escapar hacía el patio.
—Es
posible, sí, pero las memorias afectiva no. Solo se recuperan los datos.
—No sabía
que le iba a pasar eso—dije—. ¿No puede reiniciarlo?, después de todo era una
maquina pensé.
—¡Pero ya
nunca será el mismo! —Interrumpió mi madre—. ¿Te gustaría que tus memorias
fueran nada más que fechas e información? Sin abrazos, risas, juegos, tiempo
compartido juntos aprendiendo. Le quitaste a tu hermano los tiempos felices
para siempre, ¿te das cuenta de la gravedad de la situación?, lo convertiste en
una máquina sin alma.
—Es una
máquina —dije desafiante. Mi madre alzó la mano y esperé el golpe pero no llegó.
Abrí los ojos justo para ver como una chispa se apagó en los ojos de ella, como
si algo hubiera dejado de funcionar para siempre.
—Ya es
hora de que te vayas al internado, hasta que aprendas a convivir con las
personas.
—¡El no es
una persona! —grité furioso.
—Tal vez
no sea como nosotros pero es capaz de ofrecer amor más que algunos de carne y
hueso, eso es tener alma —me respondió mientras se retiraba del cuarto dándome
la espalda—. Voy a prepararte la valija. Cierto, encontré un defecto, supongo
que ya lo han solucionado, pero me costó caro.
En cada
uno de los años que vivió en el internado, hasta los dieciocho años, la familia
enviaba una torta con los deseos que mejorase pronto. Cuando Galet soplaba las
velas rogaba en secreto a los cielos, o a cualquier divinidad ya fuera el
destino o los astros, que usaran el poder que poseían para convertirlo en un
Pinocho 2.0. Pero el deseo no se hizo realidad y nunca regresó.
Hoy le
tocaba vivir bajo un puente, en la ciudad vieja, el antiguo centro urbano
abandonado; los Pinochos 2.0 construyeron nuevas ciudades, limpias, ordenadas y
los que no se adaptaban eran exiliados. Para conseguir comida existía un
comedor popular y era requisito concurrir de las reuniones de reeducación, la
única razón por la que Galet se encontraba allí, por lo demás, ya no pedía ser
un Pinocho 2.0.
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